Ello no me hace infeliz, pero por supuesto que me pone triste.
La familia WOMs anda movida en sucesos. Las telenovelas (los capítulos actuales) están de viernes por la tarde (literalmente) así que mejor lo narro completo el lunes, pero es de ambos lados, Los Sámano Tapia y Los Solís Guzmán están tensos.
Más allá de eso, y de que nos toca a Edith y a su servilleta impersonarse en stronghold, mi plática telefónica con mi madre anoche me dejó ese mensaje muy claro: No me cree que soy feliz.
Ella me conoció-crió torturado, infinitamente torturado, un woobie al 120%, como diría logovo y no me concibe de otra forma. Yo fui woobie desde niño, desde los tres o cuatro años ustedes podían haber adivinado que ese niño iba a sufrir toda su puta vida. No, no fue así, me duró nomás 25 años el sufrimiento.
"No me gusta que te preocupes, hijo, te vas a enfermar". "No madre, no me voy a enfermar, estoy bien", "Sí, eso mismo decía yo a tu edad y veme ahora", "Madre, no puedes comparar todo lo que tú sufriste a mi edad, antes y después de mi edad con la felicidad que yo vengo usando los últimos años y que no pienso dejar", "te paso a tu hermana..."
Fui duro, no soy nada blandito y menos con ellas. Con ninguna de las seis. No siento orgullo por eso. Pero es la forma en la que nos comunicamos. Y su silencio me dejó ver claramente que no me cree.
Me entristece que mi madre no me crea. Me da miedo atestiguar cómo el amor y la idealización pueden hacer que un padre pierda la brújula respecto a un hijo. No me sorprende de mi padre, a quien veo dos veces al año y que, además, sólo tiene ojos para él. Pero mi madre, que me mira con toda la atención y amor del mundo, no alcanza a ver nada, a reconocer nada de mí. No, es cierto que no soy un "sufridor gratuito" como lo fui tantos años, pero eso es lo único que ha cambiado. Lo demás ahí sigue, intacto. Y no lo ve.
No ve mi felicidad, no ve mi realización con cada nueva frase de Jimena, con la luz in crescendo que no cesa en los ojos de Edith, con mi paz interior. Para ella sigo siendo melancólico y anhelante, insatisfecho eterno y con la brújula de la vida perdida. Sólo un ente de responsabilidad y dureza, un proveedor de medios (físicos, económicos, morales, espirituales, racionales) de nuestros pequeños rincones.
No mamá, yo no soy eso que fui respecto al dolor. El dolor fue inevitable en una etapa de mi vida, y entiendo que a mucha gente le es así, inevitable, incluso necesario. No más. La felicidad con la que Jimena (a quien también le parece ver sufrir internamente todo el tiempo) disfruta cada segundo de su existencia, su actitud ante la frustración, la confianza que nos tiene. Todo eso me ha enseñado que el dolor no es inevitable ni necesario. No tengo la menor duda de que Jimena ha sufrido y sufrirá, pero sé que su felicidad hace parecer inexistente al dolor.
Mi amor con Edith es adolescente en ilusión mamá, es adulto en convivencia, arrebatado en pasión, rico en compasión. Interdependientes del otro para disfrutar, para compartir. Tirados en la cama o despilfarrando en Milán, mamá, por favor, ve eso.
No veas lo que no existe. No pienses en el astrónomo que no fui, en el millonario que todavía no soy, el escritor que nunca seré. No pienses en mí como el indolente egoísta que nunca me ha interesado ser. Me gusta que la gente confíe en mí, que se deje estar en mis brazos. No soy indispensable pero me gusta sostener tanto como pueda e incluso más allá de mis fuerzas, esa es una de mis varias felicidades.
Ojalá mamá, quisieras de una vez por todas que yo te sostuviera. Ojalá aprendieras a sentirte cómoda en mis brazos.