Fui criado en un hogar típicamente mexicano: católico de nombre pero de poca práctica en la vida real. Entiendo que algo que los protestantes desprecian de los católicos es la facilidad con la que se puede pecar y ser perdonado en virtud no de una comunión con Dios sino con el simple acto de confesar sus pecados con algún ministro de la iglesia y cumplir una penitencia que, siglo con siglo, se ha vuelto más y más ligera y condescendiente.
La práctica católica que marca el inicio de la relación con Dios para un ser humano es la Primera Comunión. En realidad está primero, cronológicamente, el bautismo, que borra el karma de nuestros antepasados y la confirmación, que se asegura que se haya borrado bien el karma, (con una bofetada!) pero digamos que por ninguna de esas dos cosas es uno, como individuo, responsable. Para la Primera Comunión el católico debe perpararse concienzudamente y atiende a la "doctrina" durante, presumiblemente, un año o más, para ser adoctrinado en los ritos y creencias de la Iglesia Católica.
Dicha preparación consta de un aprendizaje muy similar al de las tablas de multiplicar: memorización. A nadie se le explican las cuestiones fundamentales de la fe católica durante la doctrina. De hecho preguntar se vuelve anatema y, algo que sería natural para un niño como lo es preguntar de dónde vino la esposa de Caín, puede ser causa de explusión. Afortunadamente, mi padre tenía buen conocimiento de lo que sus hijos podrían hacer en una escuela de doctrina y mediante el uso de su bien surtida billetera nos eximió del trámite engorroso de cursar la doctrina. Hicimos (mis dos hermanas mayores y yo) nuestra Primera Comunión sin cursar doctrina y, más calamitoso y escandaloso aún, sin habernos confesado. Yo debía tener cerca de diez años y sí que ya le había visto a mis compañeras de escuela las piernas cuando se levantaban rápido (nunca fui tan ágil como para llegar a los calzones). Así que sí tenía pecados qué confesar. No tuve que hacerlo y recibí el cuerpo de Cristo sin haber cursado los prerrequsitos sociales.
No era así en los espirituales. Mi madre me compró una Biblia para niños desde que aprendí a leer, las últimas quizá, que contenían todavía imágenes sacras bastante explícitas. Ahora que a Jimena le han regalado dos versiones diferentes he visto cómo les han hecho más ligero el dolor implícito a la fe católica. Los dibujos ahora son caricaturas con niños personificando los sucesos que narra la biblia. Reviso mi vieja biblia para niños y admiro las muy explícitas y sangrientas imágenes que contenía y que, si me causaron pesadillas, ya las olvidé.
Lo que no puedo olvidar son las historias, el Edén, el carro de fuego del profeta Elías, David con Goliath herido de muerte a sus pies, Sansón y una muy sexy Dalila. Y claro, Jesús de Nazareth.
Mis padres nunca fueron sociables. No recuerdo visitas de ningún tipo de amigos en la casa y las reuniones familiares tampoco eran nunca en mi casa, siempre fuimos peregrinos de fin de semana. Nunca se dejaron, ni mi mamá ni mi papá, criticar por nuestras costumbres, modo de vida, educación o creencias. Nadie sabía si teníamos el hábito de ir a misa los domingos (lo tuvimos una época, nunca terminé de aprenderme la misa, no entendía las respuestas) o si nos confesábamos o comulgábamos (mis padres, pues) con cualquier tipo de regularidad. Yo recuerdo haber visto comulgar a mi madre sólo después de mi adolescencia. Y nunca me enteré que se confesara.
Sin embargo, a la fecha, en casa de mi madre, hay un altar a la Virgen de Guadalupe y en estas fechas se guarda ahí cierto recogimiento. Yo busqué la fe por todos los rincones de mi alma en la adolescencia y nunca la encontré. Nunca me desesperó esa búsqueda, por cierto. Pero crecí educado en la fe católica, que incluye mitos tan hilarantes como el de convertirse en pez si uno se baña en Viernes Santo. En las costumbres de los católicos como el arrepentimiento, el regret. No comparto las teorías de Weber sobre la superioridad de la civilización protestante basado en las taras católicas. Alemania, por ejemplo, ha convivido intensamente entre ambas formas de civilización y nadie puede decir que el alemán es un pueblo atrasado (aunque eso no le quita lo dramáticamente contradictorio y confuso, solitario). Pero sí sé que el sincretismo católico que se desarrolló en México a partir de la Conquista ha sido un instrumento más de control. Una forma de evitar las preguntas: "Sólo él puede entender sus justos designios" es una frase que nunca, ni de niño compré, y más habiendo creado temprana conciencia de que el Dios de Israel era un Dios guerrero que, con tal de darle la victoria a su pueblo, alteraba el ritmo de rotación de la tierra o abría el mar para ayudarlos a escapar.
Pero no puedo sustraerme al ritmo de mi sociedad. Al modo en el que la televisión da cobertura a la festividad. Es ésta, aún con toda la "balnearización" propia del inicio de la primavera, la fecha en la que realmente se piensa en el origen de la fe. La Navidad, por el contrario, sí ha sucumbido completamente a la comercialización y no es ya, (no sé si alguna vez lo haya sido) época de recogimiento o de reflexión. No soy creyente en el sentido amplio de la palabra, tampoco soy un practicante social aunque no soy un "matacuras" a la vieja usanza masona. Pero sí celebro que, de alguna forma, la gente piense en si está bien o está mal lo que hace. Así sea por un inocente miedo a un castigo infernal.
Cuando pienso en Dios, pues, no puedo olvidar sus nombres: YHVH (deletréese, Yod-Je-Vau-Je), el tetragramatón sagrado de místicos y metafísicos, el nombre impronunciable que daban a Dios los antiguos rabbíes (o como chingados se escriba) fórmula mágica que desencadenaba todo su poder y que, no recuerdo gracias a qué lectura, creía yo que me daría el entendimiento de los misterios del mundo si lograba averiguar su correcta pronunciación. Y el otro, el que presumiblemente pronuncio el Cristo al morir, Elí, Elí; el llamado de un hijo a su padre. No puedo concebir algo sin nombre y "Dios", "Espíritu Santo" siempre me han sonado a nombres "genéricos intercambiables". Jesús, Cristo, Jesucristo, es uno más de nosotros, incluso según los cristianos, puesto que todos somos hijos de Dios, él también. Y sí, inevitablemente, a pesar de mi manifiesto y bien comprobado ateísmo, no pude hoy dejar de pensar en él, e incluso, querer escribir sobre eso.