viernes, abril 23, 2004

Cisma en la Iglesia Batiana

El post del Santo Padre de la Iglesia Batiana, Chango 100, respecto a la respuesta que dio Batio's sweet virgin (no se me olvida que es como más le gusta que le digan) a su post sobre "las putas (mujeres)" me ha convencido de que mi misión en la Iglesia Batiana oscila entre tres personalidades:

El "San Francisco de Asis". Conmisericorde con los hermanos gusanos y las hermanas hiedras.

El "San Ignacio de Loyola" que inútil pero persistentemente se pasa buscando la verdad pensando que así será libre.

Y, para terror de los discípulos batianos, he descubierto en mí al Martín Lutero. O, quizá, al Orígenes de Alejandría.

Creo yo que nuestro Santo Padre, Chango100, es algo así como "Agustín de Hipona" de la Iglesia Batiana. Decretador de dogmas, incluso patrocinador del mismo concepto, el "dogma". Por ello transcribo un párrafo sublime que leí en su blog y que merece mis herejías:

Claro que todas las mujeres son putas. Todas, en absoluto, tienen una factura que cobrar al momento de abrir sus piernas para darse gusto con el pito. Sus vaginas son máquinas registradoras. La diferencia estriba, sin duda, en el tipo de cobro: Algunas pretenden amor a través de sus humectaciones, otras pretenden poder, otras buscan comprensión, algunas matrimonio o al final el placer de tener en sus camas a un macho alfa. Jamás existe un interés sincero por la sexualidad pura y total. La factura deviene cuando todos sabemos que las mujeres jamás cogen por coger. Todas en absoluto llevan un móvil alterno. Para abrir las piernas, las mujeres necesitan sentirse satisfechas en otros rubros, es decir, y verbigracia, por lo menos hay que pagarles una comidita o invitarlas al cine, hablarles bonito o bajarles las estrellas o de a tiro decirles porquerias al oido. Todas, en absoluto, cogen por algo más que simple aficción al pito o al sexo. Ahí es donde reside su doble moral. Justifican su pasión primaria al pito adornandolo de otras pendejadas. Uno, como hombre en cambio, puede coger a gusto con el simple argumento de que la vieja tiene un culo magistral.

Anoche repasé la historia de un personaje ficticio: Samantha Jones. Pese a ser ficticio y a que yo no conozco ningún personaje parecido en la vida real, creo que la descripción que las guionistas hacen de ella es la antítesis de la palabra de nuestro Santo Padre:

Samantha embraces her uninhibited sexuality with a diverse (and large) group of lovers, from wrestling coaches to power bachelors to a studly farmer. Forget wedding dreams; Samantha takes lust over love any night, and she's proud of it. Once, she even experimented with lesbian love, but when her "girlfriend" demanded more intimacy, Samantha knew it wasn't going to work out.

El personaje en cuestión está lejos de ser perfecto. Se enamora dos veces y según lo que he visto de la serie, de 50 personas diferentes con las que tiene sexo por el gusto de tener sexo (la condición que Chango100 no acepta como posible) sí desarrolla sentimientos por dos. Asimismo, con otros siete sí que llega a una "transacción" de las que tipifica el Sumo Pontífice para asignar el calificativo "puta": Diversión, compañía, identificación y ascenso profesional son las mercancías con las que Samantha comercia. Pero cumple dos condiciones fundamentales que contradicen el dogma: Sí busca sólo el placer sexual y además, lo hace en una proporción considerablemente mayor que cuando lo hace por transacción.

Si tal personaje puede existir en la imaginación de un medio tan rupestre como la televisión, estoy seguro que hay más de una Samantha Jones por ahí, esperando contradecir en persona al Sumo Pontífice, o, como ví en otra película, darle un "descuento especial" para iglesias.

Lo que no especifica el evangelio batiano, por lo menos hasta ahora, es que los hombres también somos putos, pero nomás poquito. También amamos. También gozamos con la paz. También somos capaces de pedir sexo con amor. Y creo que necesita, nuestra Iglesia, un San Juan que, en un símil con la Apocalipsis, describa cómo será el final de los tiempos. Así es, Sumo Pontífice, la vindicación de nuestra fe siempre queda en el futuro.