viernes, enero 16, 2004

Educación y re-fi-na-mien-to

Soy muy grosero para hablar. Mi relación con las "malas palabras" ha sido especial. Hasta los quince años fui completamente virgencito. Mis padres no las decían enfrente de nosotros y así tenían autoridad moral para prohibírnoslas. De hecho, a mí me causaba verdadero sentimiento de culpa tan solo "pensar" una maldición. Tuve un profesor de Español muy bueno, pero muy loco en la secundaria, Rafael Sabido. Un ser muy extraño al que yo quise mucho porque me enseño con gran talento a amar las palabras. Y un poco a entenderlas.

El tipo era medio "místico", me regaló un librejo de metafísica, el famoso Kybalion (quesque muy místico y oculto y que venden por 5 pesos afuera de cualquier metro) y nos dijo, en unas clases privadas que nos daba de etimologías greco-latinas, que las palabras tenía cierto poder mágico. Y que las maldiciones o malas palabras eran eso, palabras mágicas para convocar males. No me vean con esa cara de ternura-desprecio, yo soy una persona muy ingenua y todo me creo.

Así pues, me mantuve alejando de las malas palabras hasta que llegó un hada madrina, mi amiga Leonor. Ella es, que yo sepa, una de las dos únicas mujeres en el planeta de las que Edith se ha puesto celosa en casi 10 años que llevamos de relación. Ya le presumía al camarada Semidios que mi Edi tiene todas las virtudes propias del género femenino, y casi ninguno de sus defectos, excepto la indecisión. Y es cierto, Edith nunca ha sido celosa, y cuando lo fue, le dí enormes motivos para serlo. Pero no era el caso de mi amiga Leonor. Ella es mi prueba sobre el famoso cliché de que entre hombre y mujer sí puede haber una GRAN amistad sin que haya el mínimo elemento sexual. Cero absoluto. No cero grados centígrados, que son 273 Kelvin. Cero absoluto en términos sexuales. Pero un amor como de hermanos. Leonor era exageradamente pelada, lépera, grosera y alburera. Era una paradoja porque físicamente se parecía bastante a Estefanía de Mónaco, que fea no es. También estaba excelentemente bien formada, jugaba basquetbol como Michael Jordan y siempre buscaba ganarme (la mayoría de las veces no lo conseguía, ajem) en resolver los problemas de matemáticas.

En general, Leonor me enseñó mis primeras clases de tolerancia. Yo era estúpidamente cuadrado, Bushianamente pendejo: Los buenos eran buenos hasta en sus tenebrosas cavidades óseas y los malos en sus momentos más nobles y tiernos seguían siendo merecedores de la hoguera. Hijo de mi Torquemada... pero en fin. Así era yo. Con Leonor empecé a descubrir los tonos de gris del mundo. Gente buena que se porta "mal".

Le perdí el miedo a las malas palabras. Para muchos de ustedes puede parecer entre naive y pendejo. Pero así crecí. Leyendo el blog de Mirta Bertotti recordé cómo era mi relación con las palabrotas. Estuve pensando en convertir este post en refritos neo-pacianos sobre las mentadas de madre y lo fresas que resultan nuestras maldiciones comparadas contra las argentinas y las españolas. No, basta de eso. Si algo he intentado en mi blog es reflejar el mundo como yo lo he vivido. Pero sí quiero que quede registro que las groserías mexicanas y expresiones del tipo, me siguen pareciendo una fresada contra eso de "chupáme la vulva, geronte del orto".

El otro filo de este blog es la educación. Jimena dice groserías, a sus 5 años, cuando le nacen y en la casa. No le nacen seguido y tiene un vocabulario, dígase "sofisticado". Por ello se lo permitimos. Tiene muy claro que sólo en casa "o entre sus amigos hombres" puede decirlas. Cometió el error de decir una en su pandilla de "niñas" y le costó tres semanas de ostracismo femenino. Mi hermana Patricia, burguesísima newcomer que gasta dos mil pesos en maquillaje al mes, dice que aborrece a la clase media con sus taras morales. Y también dice que Jimena debe ser súper educada y toda una princesita. ¿Quién entiende algo aquí?

Yo, creo. No me molestan las malas palabras bien empleadas. Me molesta ofender. No me gusta ofender a la gente. Trato de hacerme el chistoso cuando las digo o aplicarlas sin piedad para impresionar conciencias mojigatas. Como la que yo alguna vez tuve. Como la que no quiero que tenga Jimena.