Hernán Casciari, en pose de "políticamente incorrecto" hizo un post interesante sobre el tema de moda en la Europa futbolera, el racismo en las tribunas. Es un hecho que el panbol (chilanguismo para nombrar al "juego del hombre") es, como espectáculo de masas, el más grande deporte del mundo y en sí mismo puede y de hecho compite con todos los demás deportes juntos. El futbol es una pasión que se cocina aparte y que tiene la misma influencia económica y social que otras grandes ramas del entretenimiento como la música y el cine.
Por eso es que es importante observar lo que ocurre en el futbol. Casciari tiene toda la razón en relativizar la importancia de un grito de insulto. Pero relativizar no es "desaparecer". Hay gente que es racista y que el único lugar donde se siente "libre" para soltar su racismo es la tribuna del estadio. Es obligación de todos los que queremos ese deporte que esa regla de civismo (que es la que mantiene a raya al racismo, la prohibición de su manifestación ya que a nadie se le puede prohibir "sentirlo") se extienda a la convivencia del estadio, en la cancha y en la tribuna.
Es, insisto, lo mismo que si se produjera una canción o una película racista. No se puede prohibir su "creación", pero se debe, necesariamente, prohibir su reproducción. O limitar, o controlar. Escribir esto me duele hasta la médula puesto que, ya lo he dicho, soy liberal decimonónico, y cualquier mecanismo de control o prohibición me repugna de inicio. Pero no tomo kool-aid. No soy ingenuo. Las fuerzas del racismo, enormes y presentes en todos lados, se deben mantener a raya, en control.
El futbol es algo demasiado social, L. preguntó hace poco que si acaso a alguien NO le gusta la música. Yo me pregunto lo mismo del futbol, y sabiendo que son pocos los que dicen que no, asumo que tal minoría es poco significativa y por lo tanto, estadísticamente despreciable. Si el futbol llega a todos los tipos de sociedad y a todos los estratos sociales, es importante entender las señales que nos envía.