martes, noviembre 30, 2004

The happiest days of our lives

Hoy cumple 25 años The Wall. Para 1979 el rock progresivo ya había sido institucionalizado por el mercado (como después lo fue el punk y el grunge y un largo etcétera) y a decir de muchos ya había producido sus mejores obras. Zappa había producido ya Joe's Garage, King Crimson, In the court of the Crimson King y Genesis, Lamb lies down on Broadway. El mismo Floyd había producido el disco que representaba comercialmente la corriente progresiva: The Dark Side of the moon.

Cuando yo era niño fui enseñado a ver el grafitti con malos ojos. No sólo por mi familia; frente a mi escuela primaria estaba la Voca 1 (Centro de Estudios Científicos y Tecnológicos, CECYT 1) que era algo así como el "Cuckoo's nest" de los estudiantes chilangos. Me tocaba ver seguido los camiones de vinos y licores detenidos y su cargamento tirado en la avenida 510. Eran los famosos "porros", grupos de choque patrocinados por el gobierno para hacer desmadre. Afiliados a ellos, los "estudiantes" tenían patente de corso para pillerías y por lo tanto, menos cabeza para organizarse y "rebelarse". También, si surgía un grupo con cariz verdaderamente rebelde, los mismos "compañeros" eran encargados de "ablandarlos". Estamos hablando de 1978, el "halconazo" del 71 estaba relativamente fresco en la memoria colectiva.

México vivía un ambiente de moderada represión. Había ciertos guiños con la izquierda dura e incluso por esos años empezó a haber financiamiento oficial para el Partido Comunista Mexicano. Por supuesto, junto con el "pan" venía el "palo" y en cuanto las actividades proselitistas rebasaban cierto límite (en tono, en variedad, en extensión geográfica) eran inmediatamente reprimidos y con todo el peso de la ley del garrote.

Uno de los hermanos de mi madre, Gerardo, en ese tiempo tendría unos 15 años. Era "estudiante" y por lo tanto rebelde y desmadroso. También era rocanrolero. Le gustaban Zeppelin y Who. Juraba que no lo volverían a engañar y que se iría en su escalera al cielo. Pintó con brocha gorda, en la puerta de su cuarto, en 1980, los ladrillos de La Pared y la famosa leyenda "Pink Floyd, The Wall". Yo, cuando lo visitaba, me causaba entre miedo y asco.

Siete largos años después del lanzamiento de ese famoso disco, habiendo yo recorrido los fangos musicales de Timbiriche, Parchis y Michael Jackson, me quedé escuchando en la noche Rock 101, una mítica estación de radio del DF donde muchos aprendimos algo de música. Habían organizado una votación sobre los álbumes más influyentes de la historia. Seargent Pepper's Lonely Hearts Club Band era el número 2 y ese bien que lo conocía. Mi madre siempre fue fan de los Beatles y lloró, como muchas mujeres de su época y edad, la muerte de Lennon (y la de Harrison, hace menos tiempo). The Wall era el número uno, según la votación de los radioescuchas chilangos. Fue amor a primera oída. No sé qué se necesita tener en las venas para recibir esa música, pero era justo lo que yo traía en esa época. Comfortably Numb me la vivía las noches, con mi young lust, mi espera por los gusanos y los días, los más felices, eran solamente una forma de construir mi vida. Un ladrillo en la pared que me envolvía.

Ahora me siento como miembro de una religión antigua, casi ancestral. Como depositario de recuerdos y memorias de las que ya casi nadie quiere tener posesión. Grafitear pasó a ser un "commodity". Gritar a la autoridad es una obligación. Preguntarse el sentido de la existencia es a lo mucho un lugar común.