Cuando la revolución de las punto-com (que ahora se ve tan lejana como la hoy festejada Revolución Francesa) uno de los objetivos en la vida de cualquier ciudad decente era ser como Silicon Valley. La mítica tierra al sur de San Pancho, cuyo particular limo, como las riberas del Nilo, hacía florecer la nueva civilización. Y todos querían importar, absorber, reeditar el éxito de esa nueva Tierra Prometida. Yo llegué a Silicon Valley a finales del 2000, al final de la fiesta, ya casi empezaba la cruda.
Por razones económicas y geográficas, Miami se convirtió en el "repetidor" de la revolución puntocomera para América Latina. Un aeropuerto con buenas rutas regulares a todas las ciudades "importantes" (económicamente hablando) de Latinoamérica, lo hacían un destino ideal de comercio. Aquí se habla español. El inglés es raro, es ya territorio perdido para el anglo. Boca Ratón, 50 millas al norte, es quizá la última frontera. No hubo mezcla como con nuestros colegas tijuanos. Acá es español o nada. La capital de Latinoamérica, le dicen orgullosos sus habitantes.
No me gusta ni el título ni el lugar que escogieron como capital. No soy de los que dicen que Latinoamérica no existe. Claro que existe, me consta, vive en mi piel. Y es cierto, el aire aquí huele a "Latinoamerica Reloaded". Revistas, conversaciones, negocios, academia. La multiculturalidad latinoamericana ya es muy natural acá. Los venezolanos anti-chavistas se suman a los argentinos elitistas, a los cubanos anti-castristas, a los chilenos pinochetistas, a los colombianos anti-FARC. A los mexicanos faranduleros, sí, también. Sí, es correcto, lo más granado de la abominable derecha latinoamericana se da cita en esta ciudad que, la verdad, es fea con f de foco fundido, pero cómoda como la mayoría de lo "made in USA".
Y aquí ando, reviviendo mi particular American Dream/Nightmare/Awakening en Miami, con un calor del carajo y con un ánimo bipolar. Ese que siempre me produce la lejanía de mis princesas. No iré a la playa.