Este post me quemaba los dedos el sábado pasado, a la 1:30 pm. Necesitaba en ese momento vaciar mi capacidad de predicción pintando escenarios y así exorcizar el miedo que me llenaba por los cuatro costados la goliza inminente.
El post diría algo así como que México iba a jugar muy bien e iba a perder por un gol de diferencia o en penalties como escenario más probable. El segundo lugar de probabilidad era la goleada argentina a nuestros aguerridos aguiluchos y el tercero, con un grado bajísimo de probabilidad rayana en milagro, una victoria mexicana.
El post versaba sobre mis sentimientos sobre la Argentina, tan fuertes en el tiempo en el que la visité seguido y la forma en la que se han ido diluyendo frente a la cotidianeidad de convivir con argenitnos en México, tan soberbios e insoportables "acá" como gentiles y generosos son bajo el sol austral.
El post diría que México no sabe ganar y vive de ilusiones. Que la victoria, el ser campeón, es algo en lo que no tendremos relevancia en el corto plazo. Citaría las sabias palabras que a su vez citó Salvador Leal. Compararía los sentimientos sobre la selección con los sentimientos sobre la elección, tal como ya lo hizo el Chango 100, Don Manuel Lomelí. Hablaría de nuestra tendencia a meternos autogoles, como lo ilustró Semidios aquí y aquí. Trazaría paralelos entre la historia y la organización del futbol español y su fracaso con el tradicional fracaso mexicano. Todos elementos de un gran batido de vómito de ilusiones tan vanas como estimulantes.
El post hablaba sobre la naturaleza del campeón, de cómo hay quienes se han hecho campeones, del carácter de diversión cósmica que tiene el futbol. De cómo y porque la Copa del Mundo es mucho mejor que los Juegos Olímpicos, retomando las palabras de Sagan sobre la tribu. Incluso me permití viajar para hacer un paralelo en lo desfasado de la historia y entender porque el resto del mundo venera al futbol y Estados Unidos no entiende dicha veneración y que eso era la explicación de porqué el mundo está como está.
Ese es el grado de enajenación en el que viví el partido. Pensaba que si se aguantaba el primer gol todo el primer tiempo debía haber posibilidades. La ilusión infantil duró 4 minutos. Era lógico, perderíamos contra Argentina.